PRIMERA LECTURA
Maldito quien confía en el hombre; bendito quien confía en el Señor
Lectura del libro de Jeremías 17, 5-8
Así dice el Señor:
«Maldito quien confía en el hombre,
y en la carne busca su fuerza,
apartando su corazón del Señor.
Será como un cardo en la estepa,
no verá llegar el bien;
habitará la aridez del desierto,
tierra salobre e inhóspita.
Bendito quien confía en el Señor
y pone en el Señor su confianza.
Será un árbol plantado junto al agua,
que junto a la corriente echa raíces;
cuando llegue el estío no lo sentirá,
su hoja estará verde;
en año de sequía no se inquieta,
no deja de dar fruto».
Palabra de Dios.
Salmo responsorial: Salmo 1, 1-2. 3. 4 y 6 (R.: Sal 39, 5a)
R. Dichoso el hombre que ha puesto su confianza en el Señor.
Dichoso el hombre
que no sigue el consejo de los impíos,
ni entra por la senda de los pecadores,
ni se sienta en la reunión de los cínicos;
sino que su gozo es la ley del Señor,
y medita su ley día y noche. R.
Será como un árbol
plantado al borde de la acequia:
da fruto en su sazón
y no se marchitan sus hojas;
y cuanto emprende tiene buen fin. R.
No así los impíos, no así;
serán paja que arrebata el viento.
Porque el Señor protege el camino de los justos,
pero el camino de los impíos acaba mal. R.
SEGUNDA LECTURA
Si Cristo no ha resucitado, vuestra fe no tiene sentido
Lectura de la primera carta del apóstol san Pablo a los Corintios 15, 12. 16-20
Hermanos:
Si anunciamos que Cristo resucitó de entre los muertos, ¿cómo es que dice alguno de vosotros que los muertos no resucitan?
Si los muertos no resucitan, tampoco Cristo resucitó; y, si Cristo no ha resucitado, vuestra fe no tiene sentido, seguís con vuestros pecados; y los que murieron con Cristo se han perdido. Si nuestra esperanza en Cristo acaba con esta vida, somos los hombres más desgraciados.
¡Pero no! Cristo resucitó de entre los muertos: el primero de todos.
Palabra de Dios.
Aleluya Lc 6, 23ab
Alegraos y saltad de gozo —dice el Señor—,
porque vuestra recompensa será grande en el cielo.
Versículos alternativos para el Aleluya
EVANGELIO
Dichosos los pobres; ¡ay de vosotros, los ricos!
Lectura del santo evangelio según san Lucas 6, 17. 20-26
En aquel tiempo, bajó Jesús del monte con los Doce y se paró en un llano, con un grupo grande de discípulos y de pueblo, procedente de toda Judea, de Jerusalén y de la costa de Tiro y de Sidón.
Él, levantando los ojos hacia sus discípulos, les dijo:
—«Dichosos los pobres, porque vuestro es el reino de Dios.
Dichosos los que ahora tenéis hambre, porque quedaréis saciados.
Dichosos los que ahora lloráis, porque reiréis.
Dichosos vosotros, cuando os odien los hombres, y os excluyan, y os insulten, y proscriban vuestro nombre como infame, por causa del Hijo del hombre. Alegraos ese día y saltad de gozo, porque vuestra recompensa será grande en el cielo. Eso es lo que hacían vuestros padres con los profetas.
Pero, ¡ay de vosotros, los ricos!, porque ya tenéis vuestro consuelo.
¡Ay de vosotros, los que ahora estáis saciados!, porque tendréis hambre.
¡Ay de los que ahora reís!, porque haréis duelo y lloraréis.
¡Ay si todo el mundo habla bien de vosotros! Eso es lo que hacían vuestros padres con los falsos profetas».
Palabra del Señor.
Vivió en el primer siglo de nuestra era. Servía como esclavo para Filemón, señor de la ciudad de Colosas, un desaparecido lugar en la actual Turquía.
Casi todo lo que sabemos de él proviene de San Pablo, pues lo menciona en varias de sus epístolas.
Descontento con su situación como esclavo, Onésimo aprovecha una oportunidad para robar a su amo y escapar. Pero cuando se encontraba huyendo de la justicia, entra en contacto con San Pablo, quien se encontraba prisionero en Roma.
Pablo lo convierte y le coge mucho cariño. Al ver su sincero arrepentimiento, luego de bautizarlo lo manda de vuelta a casa de su amo Filemón, con una carta en la que el Apóstol garantiza su buena conducta y se hace responsable de él.
Filemón, que para entonces ya se había convertido al cristianismo, al recibir a Onésimo lo perdona y le concede la libertad. Además, lo envía de nuevo con San Pablo, a quien le siguió los pasos mucho tiempo.
Según cuenta San Jerónimo, San Onésimo llegó a ser predicador del Evangelio y después obispo de Éfeso por instancia de San Pablo.
Más tarde fue capturado por las autoridades imperiales y llevado de vuelta a Roma, donde murió lapidado.
Otro mártir, la doncella de Nicomedia (Asia Menor), cuyas reliquias dieron origen y nombre a la ciudad santanderina de Santillana del Mar, con un culto muy antiguo tanto en Oriente como en Occidente, y a la que sólo conocemos por una "pasión" no poco legendaria y muy tardía.
Como en tantos otros casos, la verdad está enmascarada por un repertorio de clichés hagiográficos que se repiten hasta la más completa inverosimilitud: cúmulo de perfecciones, resistencia heroica a las asechanzas del mundo, tormentos sin fin que no hacen mella en su cuerpo y, tras la manifestación de la evidente ayuda sobrenatural que la asiste, muerte ejemplar a filo de espada.
Hija de paganos, según se nos cuenta, querían casarla con el rico y poderoso Eleusio, a quien ella, para ganar tiempo, impuso la condición de que alcanzase el cargo de prefecto; cuando fue prefecto, le pidió que abrazara el cristianismo, y aquí empieza la historia martirial.
En ella hay un notable episodio: cuando Juliana está en su mazmorra, se le aparece el Maligno en figura de ángel del Cielo y le aconseja que acceda a las pretensiones de Eleusio; la virgen comprende que allí hay engaño, y su oración encadena al Diablo, quien ahora es visible en toda la monstruosidad de su naturaleza.
Sofer, que así se llama el ministro de Satanás, debidamente interrogado confiesa todos sus crímenes – él fue el inductor de Caín y de Judas -, y después de oírle, Juliana, diríase que satisfecha ya su natural curiosidad femenina, le lleva atado hasta el lugar del suplicio, mientras Sofer se lamenta del ridículo que hace ante las gentes y del descrédito que significa aquella humillación para su oficio diabólico. Antes de entregarse al verdugo la santa le echa a un estercolero, y muere decapitada a los dieciocho años.
El año 309, en Cesarea de Palestina, en tiempo del emperador Galerio Maximiano y por obra del gobernador Firmiliano, fueron martirizados un grupo numeroso de cristianos.
Elías, Jeremías, Isaías, Samuel y Daniel, cristianos de Egipto, que habían ido a Cilicia a confortar a sus hermanos en la fe condenados a trabajos forzados en las minas, fueron arrestados, confesaron su fe y se mantuvieron firmes en su fidelidad a Cristo, por lo que, después de sufrir crueles tormentos, fueron muertos a espada. Tras ellos y después de dos años de cárcel, recibieron la corona del martirio Pánfilo, sacerdote, Valente, diácono de Jerusalén, y Pablo, oriundo de la ciudad de Iammia.
También fueron martirizados Porfirio, servidor de Pánfilo, Seleuco de Capadocia, Teódulo, antiguo siervo de la casa del gobernador Firmiliano, y Juliano de Capadocia; éste último, habiendo llegado a la ciudad después de un viaje, se acercó y besó los cuerpos de los mártires, por lo que fue denunciado como cristiano y el gobernador mandó que lo quemaran a fuego lento.
Nació de la noble familia de los Mareri a finales del siglo XII cerca de Rieti (Italia). Tuvo la fortuna de ver y escuchar a san Francisco cuando el santo, de viaje por el Valle de Rieti, se hospedaba en casa de sus padres.
Movida por el ejemplo de Francisco decidió consagrarse a Dios y, como sus familiares no aprobaban su propósito, huyó de casa y se refugió, con algunas compañeras, en una gruta de las montañas cercanas. Allí permaneció hasta que sus hermanos le dieron, en 1228, el castillo de Borgo San Pietro (Abruzzo) y la iglesia aneja, donde se fue organizando la vida claustral siguiendo las normas y forma de vida que san Francisco había dado a las clarisas de San Damián.
El mismo Francisco encomendó al beato Rogerio de Todi el cuidado espiritual del monasterio, en el que se oraba y se trabajaba, se hacía apostolado y se ayudaba a los pobres. Felipa murió el 16 de febrero de 1236.