Te doy gracias, Señor, porque me escuchaste.
Dad gracias al Señor porque es bueno, porque es eterna su misericordia. El Señor es mi fuerza y mi energía, él es mi salvación. Escuchad: hay cantos de victoria en las tiendas de los justos.Te doy gracias, Señor, porque me escuchaste.
«La diestra del Señor es poderosa, la diestra del Señor es excelsa». No he de morir, viviré para contar las hazañas del Señor. Me castigó, me castigó el Señor, pero no me entregó a la muerte.Te doy gracias, Señor, porque me escuchaste.
Abridme las puertas de la salvación, y entraré para dar gracias al Señor. Esta es la puerta del Señor: los vencedores entrarán por ella. Te doy gracias porque me escuchaste y fuiste mi salvación.Te doy gracias, Señor, porque me escuchaste.
Cuando vive, ya se ha terminado el imperio asirio con la caída de Nínive; ahora los poderosos son los caldeos, con Nabucodonosor.
Es una época dificultosa para el pueblo de Israel. En Jerusalén reina Joaquín, hijo del piadoso rey Josías, que murió en la batalla de Megiddo (609 a. C.). En un primer momento, Joaquín intenta halagar al coloso babilónico, pero termina uniéndose en coalición con pequeñas potencias contra Nabucodonosor. Jeremías ya dio la voz de alerta, sugiriendo la sumisión, pero el orgullo de los elegidos la hizo imposible. En 598, los babilonios ponen cerco a Jerusalén y capitula Judá. Su precio es la deportación de gran parte de la población, entre ellos el rey Jeconías, hijo de Joaquín, que murió durante el asedio. Con los deportados va también el joven Ezequiel que será el profeta del exilio.
Dos etapas enmarcan su acción profética.
La primera es antes de la destrucción de Jerusalén por los caldeos (598 a. C.). Aquí el hombre de Dios se encuentra con un pueblo ranciamente orgulloso y lleno de falso optimismo, fruto de la presunción. “¿Cómo va Dios a abandonarnos? ¡Están las Promesas! Es imposible una catástrofe total”. Así razonaban ante los requerimientos del profeta. Es verdad que siglo y medio antes había permitido Dios la desaparición de Samaría, el Reino del Norte; pero Jerusalén es otra cosa; Yahwéh habita en ella. Pensaban que pasaría como en tiempos de Senaquerib, un siglo antes, cuando tuvo que abandonar el asedio por una intervención milagrosa; ahora Dios repetiría el prodigio. Ezequiel no piensa como ellos. Afirma y predica que Jerusalén será destruida con el Templo. Dice a todos que ha llegado la hora del castigo divino para el pueblo israelita pecador; solo queda aceptar con compunción y humildad los designios punitivos de Yahwéh. A esta altura, el profeta tiene una misión ingrata porque es un agorero de males futuros y próximos. Para la gente sencilla y las autoridades pasa por ser considerado como un judío despreciable que no tiene categoría para comprender los altos designios del Pueblo; es un derrotista ciego de pesimismo.
La segunda fase de su profecía se desarrolla una vez consumada la catástrofe. Ahora ha de levantar los ánimos oprimidos; debe dar esperanzas luminosas sobre un porvenir mejor. Creían sus compatriotas deportados que Dios se había excedido en el castigo, o que les había hecho cargar con los pecados de los antepasados. “¡Nuestros padres comieron las agraces y nosotros sufrimos la dentera!”, es el grito unánime de protesta. Ezequiel se preocupará de hacerles ver que Dios ha sido justo y que el castigo no tiene otra finalidad que la de purificarlos antes de pasar a una nueva etapa gloriosa nacional.
Y esto lo hace Ezequiel empleando un estilo que no tiene nada que ver con el de los profetas preexílicos Amós, Oseas, Isaías y Jeremías; no goza de su sencillez y frescor. Ezequiel pertenece a la clase sacerdotal, está cabalgando entre dos épocas y se aproxima a la literatura apocalíptica del judaísmo tardío. Frecuentemente, su mensaje viene expresado con el simbolismo de las visiones y también con el simbolismo de su propia existencia. Es conocidísima la visión “de los cuatro vivientes” (c. 1) en la que toda la creación simbolizada en el hombre, el toro, el león y el águila, son el trono del Creador que viene triunfante y esplendoroso a visitar a los exiliados de Mesopotamia. Y el expresivo contenido de la visión del “campo lleno de huesos” (c. 37) que reviven por el poder de Yahwéh, cubriéndose de nervios y carne, cobrando vida nuevamente. O la otra del “Templo que mana un torrente de aguas” (c. 47) para regar y hacer feracísima la nueva tierra con plenitud edénica. En todas ellas está vivo el mensaje de restauración nacional; volverá del exilio un pueblo purificado y vendrá con certeza una teocracia mesiánica.
Fue la vida profética de Ezequiel un período de veinte años (593-573) de amplia actividad para salvar las esperanzas mesiánicas de sus compañeros de infortunio, al derrumbarse la monarquía israelita.
Quizá hoy en la Iglesia convenga también un nuevo tipo religioso que, surgido en horas de aturdimiento y desaliento general, sea instrumento de Dios para salvar la crisis de conciencia que trae el desmoronamiento de los principios. Bien puede estar el secreto en copiar la fidelidad de Ezequiel.
Nació en Vich, cerca de Barcelona, España, con el nombre de Miguel Argemir, en el seno de una familia devota.
Miguel queda huérfano siendo niño, por lo que es encomendado a unos tutores. Pero ya desde entonces sentía profundamente el llamado de la vocación religiosa. Incluso escapó en un par de ocasiones de su casa para internarse en un monte, pretendiendo llevar una vida de ermitaño, aunque fue devuelto a su hogar con sus deseos frustrados.
En 1603, cuando él contaba con 11 años de edad, fue recibido en el convento de los Trinitarios de Barcelona, y en 1607 profesa los votos de la Orden. Recibe el hábito de Descalzo, y pasa a llamarse desde entonces Miguel de los Santos.
Debido a su profundo fervor, y acaso a los extremos rigores ascéticos a los que se sometía (como periodos de penitencia en los que sólo comía pan y agua los jueves y los domingos), San Miguel de los Santos tuvo una vida mística muy intensa.
Se cuenta, por ejemplo, que cuando estudiaba teología en Salamanca antes de ordenarse como sacerdote, un día que el maestro hablaba al grupo sobre el amor de Cristo, San Miguel estaba tan absorto que se elevó del suelo y permaneció levitando un cuarto de hora, ante los ojos atónitos de sus compañeros y del profesor.
Los frecuentes e incontrolados arrebatos místicos y visiones extásicas llaman la atención de sus superiores, por lo que el Santo es enviado a Sevilla para ser examinado por sacerdotes expertos, quienes confirman la veracidad de los fenómenos.
A pesar de su sencillez extrema y de su encantadora modestia, cuando fue nombrado vicario general de los Padres Trinitarios en Valladolid supo actuar con delicadeza, comprensión, entrega y sentido práctico.
Entregado a la oración y al servicio, y padeciendo esos arranques de experiencia mística con que se privaba, San Miguel de los Santos contrajo fiebres tifoideas, que tras un grave suplicio le quitaron la vida en Valladolid, a los 34 años de edad.
En 1934 estalló en España una cruel persecución contra los católicos por parte de los comunistas, masones y de la extrema izquierda. En pocos meses fueron destruidos en España más de mil templos católicos y gravemente afectados más de dos mil. Desde 1936 hasta 1939, los comunistas españoles asesinaron a 4100 sacerdotes seculares; 2300 religiosos; 283 religiosas y miles de laicos.
Unas de las víctimas de esta persecución fueron siete jóvenes colombianos, hermanos de la Comunidad de San Juan de Dios, que estaban estudiando y trabajando en España a favor de los que padecían enfermedades mentales y se encontraban en condición de abandono. Sus nombres eran: Juan Bautista Velásquez, Esteban Maya, Melquiades Ramírez de Sonsón, Eugenio Ramírez, Rubén de Jesús López, Arturo Ayala y Gaspar Páez Perdomo de Tello. La Comunidad colombiana los había enviado a España a perfeccionar sus estudios de enfermería, y a asistir a los enfermos que vivian en un centro médicos ubicado en Ciempozuelos cerca de Madrid.
Hasta dicho lugar, llegaron personal del gobierno comunista español quienes les ordenaron abandonar el plantel y dejarlo en manos de empleados marxistas desconocedores de la medicina y de la dirección de centros médicos. Los siete jóvenes fueron hechos prisioneros y llevados a una cárcel de Madrid.
Gracias a la intercesión de la cancillería colombiana en el país, los jóvenes consiguieron su libertad, y ya su comunidad religiosa había gestionado los pasajes y viáticos para su retorno al país natal. Sin embargo, antes de abordar el tren que los transportaría a Barcelona, de donde partirían a Colombia, oficiales del gobierno comunista español los asesinaron cruelmente. El Cónsul de Colombia en España los identificó en el Hospital Clínico del país, y dio aviso a la congregación religiosa.
Pese a las protestas por parte del gobierno colombiano y de la cancillería en España, el gobierno comunista no realizó ninguna investigación pertinente, dejando sin castigo alguno a los responsables del asesinato de los religiosos.
El Papa Juan Pablo II beatificó a los siete religiosos en 1992, convirtiéndose en los primeros beatos del país latinoamericano.
Nació en Verona de una familia aristocrática en 1774. Muy niña quedó huérfana de padre y fue abandonada por la madre, que la confió a una institutriz y se casó de nuevo con un marqués. A los 17 años entró en el Carmelo de Trento y después en el de Cornegliano. Pero tuvo que salir para asumir la administración financiera de su casa principesca, aunque dominada siempre por el deseo de servir a los pobres. Acogió en su palacio a muchachas pobres.
En Venecia entró en la Fraternidad Hospitalaria y se consagró a la educación de las niñas abandonadas, extendiendo además su caridad a todas las obras de misericordia. Generosamente entregada a la vida espiritual, tuvo experiencias místicas.
Fundó un doble Instituto, Hijos e Hijas de la Caridad, para la educación de jóvenes. Murió en Verona el 10 de abril de 1835.
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