Nació en Tagaste, provincia romana al norte de África, el año 331, de familia cristiana. Educada con esmero, muy joven fue dada en matrimonio a un hombre llamado Patricio, pagano, que se convirtió y bautizó antes de morir; hombre bueno pero de carácter irascible, a quien supo amar, servir y soportar, y del que tuvo tres hijos, entre ellos san Agustín, por cuya conversión derramó muchas lágrimas y oró insistentemente a Dios.
Fue un modelo de madre y de esposa; alimentó su fe con la oración y la enriqueció con sus virtudes. Educó a sus hijos en la fe, y según la costumbre de entonces los inscribió en el catecumenado pero no los bautizó. Agustín en su juventud se desvió religiosa y moralmente, lo que provocó las lágrimas y oración de la madre. Ésta lo siguió a Roma y después a Milán, donde Agustín se convirtió y recibió el bautismo de manos de san Ambrosio.
Cuando volvían a África, Mónica murió en Ostia (Roma) el año 387, contenta y satisfecha de ver a su hijo convertido en siervo de Dios.
Oración: Oh Dios, consuelo de los que lloran, que acogiste piadosamente las lágrimas de santa Mónica impetrando la conversión de su hijo Agustín, concédenos, por intercesión de madre e hijo, la gracia de llorar nuestros pecados y alcanzar tu misericordia y tu perdón. Por Jesucristo, nuestro Señor. Amén.
Alcancemos la sabiduría eterna - San Agustín, obispo
Del libro de las Confesiones (Libro 9,10,23-11,28: CSEL 33,215-219)
Cuando ya se acercaba el día de su muerte -día por ti conocido, y que nosotros ignorábamos-, sucedió, por tus ocultos designios, como lo creo firmemente, que nos encontramos ella y yo solos, apoyados en una ventana que daba al jardín interior de la casa donde nos hospedábamos, allí en Ostia Tiberina, donde, apartados de la multitud, nos rehacíamos de la fatiga del largo viaje, próximos a embarcarnos. Hablábamos, pues, los dos solos, muy dulcemente y, olvidando lo que queda atrás y lanzándonos hacia lo que veíamos por delante, nos preguntábamos ante la verdad presente, que eres tú, cómo sería la vida eterna de los santos, aquella que ni el ojo vio, ni el oído oyó, ni el hombre puede pensar. Y abríamos la boca de nuestro corazón, ávidos de las corrientes de tu fuente, la fuente de vida que hay en ti.
Tales cosas decía yo, aunque no de este modo ni con estas mismas palabras; sin embargo, tú sabes, Señor, que, cuando hablábamos aquel día de estas cosas -y mientras hablábamos íbamos encontrando despreciable este mundo con todos sus placeres-, ella dijo:
«Hijo, por lo que a mí respecta, ya nada me deleita en esta vida. Qué es lo que hago aquí y por qué estoy aún aquí, lo ignoro, pues no espero ya nada de este mundo. Una sola cosa me hacía desear que mi vida se prolongara por un tiempo: el deseo de verte cristiano católico, antes de morir. Dios me lo ha concedido con creces, ya que te veo convertido en uno de sus siervos, habiendo renunciado a la felicidad terrena. ¿Qué hago ya en este mundo?»
No recuerdo muy bien lo que le respondí, pero, al cabo de cinco días o poco más, cayó en cama con fiebre. Y, estando así enferma, un día sufrió un colapso y perdió el sentido por un tiempo. Nosotros acudimos corriendo, mas pronto recobró el conocimiento, nos miró, a mí y a mi hermano allí presentes, y nos dijo en tono de interrogación:
«¿Dónde estaba?»
Después, viendo que estábamos aturdidos por la tristeza, nos dijo:
«Enterrad aquí a vuestra madre».
Yo callaba y contenía mis lágrimas. Mi hermano dijo algo referente a que él hubiera deseado que fuera enterrada en su patria y no en país lejano. Ella lo oyó y, con cara angustiada, lo reprendió con la mirada por pensar así, y, mirándome a mí, dijo:
«Mira lo que dice».
Luego, dirigiéndose a ambos, añadió
«Sepultad este cuerpo en cualquier lugar: esto no os ha de preocupar en absoluto; lo único que os pido es que os acordéis de mí ante el altar del Señor, en cualquier lugar donde estéis».
Habiendo manifestado, con las palabras que pudo, este pensamiento suyo, guardó silencio, e iba luchando con la enfermedad que se agravaba.
Nueve días después, a la edad de cincuenta y seis años, cuando yo tenía treinta y tres, salió de este mundo aquella alma piadosa y bendita.
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"La Palabra de nuestro Señor es lámpara para nuestros pasos, y el ejemplo de los Santos de la Iglesia que se nos regala cada día, como una sucesión interminable de fiestas, es estímulo y fuerza continua; por eso me encanta preparar y compartir las lecturas cada día y disfrutar con su enseñanza."