Cuando cae el hombre en la cuenta de que está sepultado, dos reacciones son posibles. O bien se defiende con la angustia del náufrago o del enterrado vivo, y se abalanza a toda forma de actividad que disipe la negrura del horizonte; o bien cae en una auténtica desesperación, unas veces confesada a gritos, otras remansada en una fría calma, en la que maldice, se odia a sí y al mundo, y dice "no hay Dios".
Dice no hay Dios porque ha cambiado el verdadero Dios por aquello que él tenía por Dios. Y en el fondo de su pensamiento hasta tiene razón; su Dios, el de él, ése no existe; el Dios de la seguridad terrena, el Dios que asegura e inmuniza contra las decepciones de la vida; el Dios que asegura el que los hijos no lloren y que la justicia se instale en el mundo y ahorre lágrimas a la tierra; el Dios que da garantías al amor humano para que no acabe en terrible desengaño..., ese Dios en verdad no existe.
Pero quienes así piensan tampoco hacen frente en realidad a la desesperación. Creen haber sacadao valiente y honradamente las consecuencias de su experiencia vital; pero lo cierto es que no han comprendido bien la desesperación, pues han visto en ella la muerte de Dios, en vez de ver en ella su verdadero advenimiento.
Así es realmente deja en ese trance del corazón que la deseperación te arrebate aparentemente todo; en realidad, de verdad, se habrá llevado sólamente lo finito, lo que es nada e intrascendente, aunque se presente grande y admirable, y aun se haya llevado a tí mismo; a tí con tus ideales, con tus presupuestos vitales que fueron calculados por tí muy prudente, exacta y luminosamente; a tí con tu idea de Dios que se te inoculó en lugar de la verdadera idea del Incomprensible. Lo que te puede ser quitado no es jamás Dios. Ciérrate todas las salidas; te cerrarás sólo las salidas a la finitud, las vías a lo descaminado. No te atemorice quedarte solo en el desamparo de tu cárcel interior, que ahora aparece como ocupada solamente por a impotencia, la desesperanza, el cansancio y el vacío. ¡No temas!
Porque mira: si aguantas firme y dejas con denuedo que te anegue la desesperación y, al desencantarte de todos los anteriores ídolos de tu vida, vitales o espirituales, hermosos y dignos (sí, lo son), a los que tú llamaste "Dios", no desesperas del verdadero Dios; si, en efecto, resistes firme (y esto es ya un milagro de la gracia que se te da a tí), de repente caerás en la cuenta, de que en realidad no estás sepultado entre ruinas, que tu cárcel solo tiene cerrojos para la nada y la finitud, que su mortal vacío es sólo falsa apariencia de una espléndida interioridad de Dios, que su silencio lóbrego está colmado por la palabra sin palabra, por Aquel que es sobre todo nombre, por Aquel que es todo en todas las cosas. Y su silencio te dice que Él está ahí.
Y esto es lo segundo que has de hacer en tu desesperación; advertir que Él está allí, saber que Él está contigo. Tener conciencia de que en el profundo calabozo de tu corazón hace ya tiempo que te esperaba; darte cuenta de que de mucho atrás escuchaba en silencio y aguardaba a que te desprendiera por fin de todo el barullo de tu quehacer vital y de toda esa palabrería que pomposamente llamabas tu filosofía de la vida curada de ilusiones, la que acaso tomaste tú por tu oración y en la que te entretuviste tú contigo mismo; aguardaba a ver si después de todos tus ayes desesperados y necios gemidos sobre las miserias de la vida, eras al fin capaz de callar ante Él, de ponerte al habla con Él, con la Palabra que para el hombre que tú hasta ahora fuiste sólo sonaba a silencio de muerte.
Debes sentir que no te hundes en el abismo cuando te sueltas de la convulsiva y tiránica angustia por tí y por tu vida, que no está todo perdido cuando dudas de tí, de tu ciencia, de tu fuerza y aun de tu capacidad de ayudarte a tí mismo para conseguir la vida y la libertad del gozar. Por el contrario, sentirás como por encanto, de repente y por un milagro que se ha de repetir cada día sin hacerse rutina, sentirás que estás con Él. Experimentarás de repente que la pétrea faz de tu desesperanza no era más que la aurora de Dios en tu alma, que las tinieblas del mundo no eran sino el resplandor de Dios, que no conoce sombra; que la aparente cerrazón de horizontes y caminos era la auténtica inmensidad de Dios que no necesita caminos, porque Él está ya allí.
Comprenderás en seguida que no es propiamente que Él haya de venir a tu corazón sepultado, sino que no has de empeñarte tú en huir de ese corazón, porque Él está allí y no hay motivo alguno para salir de esa bendita desesperación a buscar un consuelo fuera, que no lo sería y que no lo hay. Notarás que tú, el sí libre de tu fe y de tu amor, debe encerrarse en el corazón sepultado para encontrar allí al que ya siempre estuvo allí y esperaba, al Dios vivo y verdadero.
Eso es lo segundo. Él está en tu sepultado corazón. Él solo. Pero Él, el que lo es todo, y por eso parece como si no fuera nada. Él está allí, aun cuando tú no estés; y sin Él nada tendrías tú, ni a ti mismo.
Dice no hay Dios porque ha cambiado el verdadero Dios por aquello que él tenía por Dios. Y en el fondo de su pensamiento hasta tiene razón; su Dios, el de él, ése no existe; el Dios de la seguridad terrena, el Dios que asegura e inmuniza contra las decepciones de la vida; el Dios que asegura el que los hijos no lloren y que la justicia se instale en el mundo y ahorre lágrimas a la tierra; el Dios que da garantías al amor humano para que no acabe en terrible desengaño..., ese Dios en verdad no existe.
Pero quienes así piensan tampoco hacen frente en realidad a la desesperación. Creen haber sacadao valiente y honradamente las consecuencias de su experiencia vital; pero lo cierto es que no han comprendido bien la desesperación, pues han visto en ella la muerte de Dios, en vez de ver en ella su verdadero advenimiento.
Así es realmente deja en ese trance del corazón que la deseperación te arrebate aparentemente todo; en realidad, de verdad, se habrá llevado sólamente lo finito, lo que es nada e intrascendente, aunque se presente grande y admirable, y aun se haya llevado a tí mismo; a tí con tus ideales, con tus presupuestos vitales que fueron calculados por tí muy prudente, exacta y luminosamente; a tí con tu idea de Dios que se te inoculó en lugar de la verdadera idea del Incomprensible. Lo que te puede ser quitado no es jamás Dios. Ciérrate todas las salidas; te cerrarás sólo las salidas a la finitud, las vías a lo descaminado. No te atemorice quedarte solo en el desamparo de tu cárcel interior, que ahora aparece como ocupada solamente por a impotencia, la desesperanza, el cansancio y el vacío. ¡No temas!
Porque mira: si aguantas firme y dejas con denuedo que te anegue la desesperación y, al desencantarte de todos los anteriores ídolos de tu vida, vitales o espirituales, hermosos y dignos (sí, lo son), a los que tú llamaste "Dios", no desesperas del verdadero Dios; si, en efecto, resistes firme (y esto es ya un milagro de la gracia que se te da a tí), de repente caerás en la cuenta, de que en realidad no estás sepultado entre ruinas, que tu cárcel solo tiene cerrojos para la nada y la finitud, que su mortal vacío es sólo falsa apariencia de una espléndida interioridad de Dios, que su silencio lóbrego está colmado por la palabra sin palabra, por Aquel que es sobre todo nombre, por Aquel que es todo en todas las cosas. Y su silencio te dice que Él está ahí.
Y esto es lo segundo que has de hacer en tu desesperación; advertir que Él está allí, saber que Él está contigo. Tener conciencia de que en el profundo calabozo de tu corazón hace ya tiempo que te esperaba; darte cuenta de que de mucho atrás escuchaba en silencio y aguardaba a que te desprendiera por fin de todo el barullo de tu quehacer vital y de toda esa palabrería que pomposamente llamabas tu filosofía de la vida curada de ilusiones, la que acaso tomaste tú por tu oración y en la que te entretuviste tú contigo mismo; aguardaba a ver si después de todos tus ayes desesperados y necios gemidos sobre las miserias de la vida, eras al fin capaz de callar ante Él, de ponerte al habla con Él, con la Palabra que para el hombre que tú hasta ahora fuiste sólo sonaba a silencio de muerte.
Debes sentir que no te hundes en el abismo cuando te sueltas de la convulsiva y tiránica angustia por tí y por tu vida, que no está todo perdido cuando dudas de tí, de tu ciencia, de tu fuerza y aun de tu capacidad de ayudarte a tí mismo para conseguir la vida y la libertad del gozar. Por el contrario, sentirás como por encanto, de repente y por un milagro que se ha de repetir cada día sin hacerse rutina, sentirás que estás con Él. Experimentarás de repente que la pétrea faz de tu desesperanza no era más que la aurora de Dios en tu alma, que las tinieblas del mundo no eran sino el resplandor de Dios, que no conoce sombra; que la aparente cerrazón de horizontes y caminos era la auténtica inmensidad de Dios que no necesita caminos, porque Él está ya allí.
Comprenderás en seguida que no es propiamente que Él haya de venir a tu corazón sepultado, sino que no has de empeñarte tú en huir de ese corazón, porque Él está allí y no hay motivo alguno para salir de esa bendita desesperación a buscar un consuelo fuera, que no lo sería y que no lo hay. Notarás que tú, el sí libre de tu fe y de tu amor, debe encerrarse en el corazón sepultado para encontrar allí al que ya siempre estuvo allí y esperaba, al Dios vivo y verdadero.
Eso es lo segundo. Él está en tu sepultado corazón. Él solo. Pero Él, el que lo es todo, y por eso parece como si no fuera nada. Él está allí, aun cuando tú no estés; y sin Él nada tendrías tú, ni a ti mismo.
Karl Rahner
De la necesidad y don de la Oración, 18-20
Dios, amor que desciende. Escritos espirituales
Sal Terrae
De la necesidad y don de la Oración, 18-20
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Sal Terrae