Os habéis acercado al monte Sión, ciudad del Dios vivo
Oh Dios, meditamos tu misericordia en medio de tu templo.
Grande es el Señor y muy digno de alabanza en la ciudad de nuestro Dios, su monte santo, altura hermosa, alegría de toda la tierra.Oh Dios, meditamos tu misericordia en medio de tu templo.
El monte Sión, vértice del cielo, ciudad del gran rey; entre sus palacios, Dios descuella como un alcázar.Oh Dios, meditamos tu misericordia en medio de tu templo.
Lo que habíamos oído lo hemos visto en la ciudad del Señor de los ejércitos, en la ciudad de nuestro Dios: que Dios la ha fundado para siempre.Oh Dios, meditamos tu misericordia en medio de tu templo.
Oh Dios, meditamos tu misericordia en medio de tu templo: como tu renombre, oh Dios, tu alabanza llega al confín de la tierra; tu diestra está llena de justicia.Oh Dios, meditamos tu misericordia en medio de tu templo.
Lo llamaron Andrés por haber nacido en el día de la fiesta del apóstol San Andrés (30 de noviembre) en el año 1602, en Florencia, Italia. Andrés significa: “varonil”.
Su juventud, a pesar de ser hijo de unos padres muy buenos y piadosos, fue dedicada al vicio y al pecado, porque tuvo la desgracia de juntarse con malas amistades, y se cumplió en él aquel antiguo refrán “El que con lobos anda, a aullar aprende”. Los sabios dicen que cada cual es lo que sean sus amistades. Y Andrés se volvió malo porque sus amistades no eran nada buenas.
Un día el joven disipado le oyó contar a su madre un misterioso sueño: “Poco antes de que tú nacieras, yo te vi en sueños convertido en un lobo feroz y que entrabas a un templo y allí ante la imagen de la Sma. Virgen te convertías en un manso cordero. Oh cuanto he rezado a Dios y a la Virgen para que la segunda parte de este sueño se convierta en realidad. Lobo ya lo has sido, y más malo de lo que jamás hubiéramos imaginado que ibas a llegar a ser. ¡Pero confío en que la Madre de Dios te habrá de convertir algún día en manso cordero que no ofenda al Señor! ¡Desde el día de tu nacimiento yo te consagré a Dios y a la Madre Santísima. Y con tu padre no hemos dejado un solo día de rezar para que te conviertas y cambies de modo de comportarte!
Estas palabras impresionaron profundamente al joven Andrés. Lleno de vergüenza y arrepentimiento se fue a la iglesia de los Padres Carmelitas y de rodillas ante la imagen de Nuestra Señora del Carmen prometió que su vida cambiaría totalmente.
Preguntó a un santo sacerdote qué debería hacer para enmendar su mala vida pasada y él le aconsejó que entrara de religioso. Y así lo hizo. Se fue de fraile carmelita, y aunque sus antiguos amigotes y un tío materialista hicieron todo lo posible por convencerlo de que se quedara en el mundo en su vida de pecado y vicio, pudo más la gracia de Dios que los atractivos del mal, y se fue de religioso.
A uno que le ofrecía un elegante matrimonio le respondió: “¿Y de qué me sirve todo eso si no consigo la paz de mi alma?”.
Cuando se ordenó de sacerdote, sus parientes, que eran de las riquísimas familias Corsini, le prepararon unas fiestas muy suntuosas en Florencia, su ciudad natal, pero él, sabiendo que esas fiestas lo iban a disipar en vez de enfervorizarlo, se fue a una iglesita apartada y solitaria y allá celebró muy piadosamente sus primeras misas, lejos de las fiestas mundanas que no sirven para aumentar el fervor.
Pocos años después de su ordenación sacerdotal, empezó Dios a premiarle su vida de santidad y de grandes sacrificios, concediéndole el don de obrar milagros. Profetizaba lo que iba a suceder, y sus profecías se cumplían exactamente. Bendecía enfermos y estos se curaban. Pero sobre todo lograba la conversión de grandes pecadores, como su materialista tío Juan Corsini, que ante su predicación dejó la vida mundana de pecado y empezó a dedicarse a orar y a obrar el bien.
Los jefes de la Iglesia de Fiésole se reunieron y aclamaron como obispo al Padre Andrés, pero éste salió huyendo y se escondió en un apartado convento, porque se consideraba indigno de ese cargo.
Después de buscarlo inútilmente por todas partes, ya iban a elegir otro como obispo, cuando un niño anunció que el Padre Andrés estaba en el convento de los cartujos. Entonces el pueblo se fue hacia allá y lo trajo y tuvo que aceptar tan difícil cargo. Fue obispo por 24 años y ejerció su oficio con la mansedumbre de un cordero.
Aunque vivía en el palacio episcopal, su vida era la de un penitente. Totalmente dedicado a servir y a ayudar a su pueblo y a colaborar con cuanta obra fuera posible en favor de los pobres y de los pecadores, su vida individual parecía la de un monje del desierto. Dormía en el suelo sobre una estera. Dedicaba varias horas al día a la oración. Ayunaba y guardaba abstinencia continuamente. Su meditación preferida era el pensar en la Pasión y Muerte de Jesucristo.
En la dirección espiritual y confesión de las mujeres jamás las miraba al rostro y prácticamente no sabía cómo era el rostro de ninguna de ellas. No le agradaba nada que lo vivieran felicitando o llamándolo santo, pues se creía un pobre y miserable pecador. En cambio aceptaba con mucho gusto las humillaciones que le hacían.
Todo lo que el obispo Andrés conseguía lo repartía entre los pobres e iba de puerta en puerta pidiendo para ellos.
Iba personalmente a buscar a los pobres “vergonzantes”, o sea a aquellos que en un tiempo tuvieron buena posición económica pero que habían caído en la miseria y les daba pena pedir, y él en persona les llevaba las ayudas que necesitaban. La gente decía: “Monseñor Andrés jamás niega un favor al que lo necesita, si en su mano está el poder hacerlo”.
Pero en lo que más sobresalía San Andrés Corsini era en su capacidad de poner paz entre los que estaban peleados. El Sumo Pontífice lo envió a poner paz en Bolonia, donde la gente estaba dividida en dos partidos: pobres y ricos, y se odiaban espantosamente. Después de soportar muchas humillaciones y hasta cárceles, el santo logró apaciguar los ánimos. Se hicieron las paces y por muchos años aquellos dos grupos no volvieron a pelear.
A los 71 años, murió el 6 de enero de 1373 e inmediatamente el pueblo lo declaró santo y empezó a pedirle favores y a obtenerlos por montones. Después el Sumo Pontífice Urbano Octavo lo canonizó en 1629.
San Andrés Corsini: Pídele a Dios que nos conceda dedicar nuestra vida a ayudar a los pobres y poner paz entre los demás. Y a la Virgencita que te convirtió, ruégale por nosotros los que hasta ahora hemos sido lobos dañinos, para que nos convirtamos pronto como lo lograste tú, en mansos corderos del rebaño de Cristo.
El siglo XVI fue fecundo en Santos en varias naciones, entre ellas Italia. El 23 de abril de 1522 nacía en Florencia, Toscana-Italia, la futura santa Catalina aunque el ser bautizada le fue impuesto el nombre de Alejandra. Sus padres, que se llamaban Francisco y Catalina, eran buenos cristianos y pertenecientes más bien a la aristocracia de la ciudad. Poco después de nacer Alejandra, murió su madre y su padre pasó a segundos nupcias.
La pequeña Alejandra tanto por su padre como por la madrastra fue tratada y educada con todo cuidado. Ya desde niña aparecieron en ella virtudes que después darían más copioso fruto cuando se hiciera mayor.
Cuando tenía diez años fue internada por su padre en el Monasterio de Monticelli donde estaba de religiosa su tía Luisa Ricci. Muy pronto quedaron profundamente admiradas las religiosas al descubrir las muchas y profundas virtudes que adornaban su alma. Alguna religiosa medio la espiaba para ver si su virtud, sobre todo la que manifestaba cuando se encontraba ante el Señor en oración, si era algo natural o pasajero. Pasaba largas horas postrada ante el Santísimo Sacramento y meditaba en la Pasión del Señor, en cada uno de los pasos que nos recuerdan los Evangelios. Siendo ya religiosa sería ésta una de las notas más destacadas de su rica vida espiritual.
A los trece años volvió a la casa paterna siguiendo casi la misma vida que llevara en el internado. Su padre, según costumbre de la época, le propuso un lisonjero porvenir ya que tenía proyectado unirla en matrimonio con uno de los jóvenes de familia más noble de la ciudad. Alejandra agradeció a su padre sus buenos deseos pero le contestó resueltamente que no entraba en sus planes el contraer matrimonio ya que se había ya desposado con Jesucristo al que le había hecho voto de virginidad.
Conoció a dos religiosas dominicas del Convento de San Vicente de Prato, que iban por la calle recogiendo limosna y la joven les pidió que le dieran toda clase de explicaciones del género de vida que en el convento llevaban. Después de bien enterada de ello pidió permiso a sus padres y con su bendición ingresó en aquel mismo Monasterio el 1535, cuando tan sólo contaba trece años. Vistió el hábito de la Orden dominicana y al año siguiente emitió los votos religiosos con gran gozo de su alma y de todas las religiosas ya que todas sabían apreciar el gran regalo que les había hecho la Divina Providencia al enviarles esta perla de criatura.
Al poco de profesar, el Señor vino a visitarla enviándole una terrible y múltiple enfermedad ya que fueron varias las dolencias que a la vez afligían su débil cuerpo. Las mismas religiosas y los médicos quedaban admirados cómo era posible que pudiera resistir tanto dolor de todo tipo. Se le apareció un Santo de su Orden, hizo sobre ella la señal de la cruz y quedó curada por varios años. Durante estos atroces tormentos tenia una medicina que la curaba, por lo menos le daba paz y alivio: Era el meditar en la Pasión del Señor, en los muchos dolores que Él sufrió por nosotros… Meditaba paso a paso, en toda su viveza y a veces se le manifestaba el Señor bien con la Cruz a cuestas, bien coronado de espinas o clavado en la Cruz. Ante estos dolores del Maestro, Catalina–que así se llamó desde que vistió el hábito dominicano–encontraba fuerzas para cargar con su propia cruz…
Recibió muchos dones y regalos del cielo: Revelaciones, gracias de profecía y milagros… Luces especiales en los más delicados asuntos de los que ella nada sabía. Por ello acudieron a consultarla Papas, cardenales y grandes de la tierra igual que personas sencillas y humildes. A todos atendía con gran bondad y humildad ya que se veía anonada por sus miserias y se sentía la más pecadora de los mortales. El 2 de febrero de 1590 expiró en el Señor.
Santoral preparado por la Parroquia de la Sagrada Familia de Vigo
Nació en Leonessa (Rieti, Italia) en 1556 de una familia acomodada y piadosa. A la edad de dieciocho años hizo su profesión como fraile capuchino en su ciudad natal, y tomó el nombre de José, en lugar de Eufranio, su nombre de pila. Llevó una vida entregada a la oración y la penitencia. En 1580 recibió la ordenación sacerdotal y se consagró con fervor al apostolado de la predicación en tierras de la Italia central.
En 1587 los superiores lo enviaron a Constantinopla como misionero entre los cristianos del suburbio de Pera, para que atendiera en lo espiritual y en lo humano a los galeotes y demás prisioneros cristianos. Se entregó con todas sus fuerzas a esta tarea; allí animaba y servía a los esclavos cristianos de las galeras con maravillosa devoción, especialmente durante una peste maligna, de la cual se contagió, aunque después recobró la salud.
Convirtió a muchos apóstatas, y se expuso al rigor de la ley turca cuando predicaba la fe a los musulmanes. Quiso llegar hasta el Sultán para anunciarle el Evangelio y pedirle la libertad religiosa de todos los creyentes. Pero lo apresaron; José fue encarcelado dos veces, y la segunda vez lo condenaron a muerte y lo torturaron cruelmente. Mediante afilados garfios que atravesaban una de sus manos y uno de sus pies fue colgado de una horca. Sin embargo, después de haber sido torturado por muchas horas, fue milagrosamente liberado y se le conmutó su sentencia por el destierro. Volvió a Italia en 1589, donde reemprendió la predicación y se dedicó a los pobres y enfermos, para los que promovió obras e instituciones sociales.
Hacia el fin de su vida sufrió mucho a causa de un tumor. Para extirpárselo, fue sometido a dos operaciones durante las que no exhaló el menor gemido o queja, sosteniendo todo el tiempo un crucifijo sobre el cual tenía fijos los ojos. Cuando se sugirió que antes de la operación debería ser atado, señaló el crucifijo, diciendo: “Este es el lazo más fuerte; esto me sujetará mejor que cualquier cuerda lo haría”. La operación no tuvo éxito y San José murió felizmente el 4 de febrero de 1612 en Amatrice (Rieti), a la edad de cincuenta y ocho años.
Oración: Te rogamos, Señor, que, a ejemplo de san José de Leonisa, predicador de tu Evangelio, animados por su mismo entusiasmo, nos entreguemos a la salvación de los hombres y te sirvamos con fidelidad. Por Jesucristo, nuestro Señor. Amén.
Hija de Luis XI, rey de Francia, nació con malformaciones el año 1464 en Nogent-le-Roy. Aún en la cuna, fue prometida en matrimonio al futuro Luis XII, con el que se casó en 1476. Tras veintidós años de calvario y sin haber tenido descendencia, su matrimonio fue anulado y ella se retiró al ducado de Berry, que gobernó con sabiduría y caridad.
De siempre había llevado una profunda vida religiosa, a la que ahora podía dedicarse sin trabas. Gozó de carismas y fenómenos místicos extraordinarios. Bajo la guía de su director espiritual, el franciscano Gabriel María (Gilberto) Nicolás, fundó la Orden de la Anunciación, en honor de la Virgen, que desde el principio estuvo bajo el régimen de los franciscanos y participó de los privilegios de las clarisas.
Murió en Bourges (Aquitania) el 4 de febrero de 1505.
Santos Filoromo y Fileas, Mártires
Fileas pertenecía a una de las familias más nobles y más antiguas del bajo Egipto. Era originario de Thmuis, ocupó altos cargos, desempeñó funciones públicas y poseía amplios conocimientos filosóficos. Probablemente se convirtió al cristianismo a la edad madura, siendo luego elegido obispo de su ciudad natal. Paralelamente, Filoromo ocupaba un alto puesto administrativo en Alejandría, y también él se convirtió al cristianismo tardíamente. Ambos fueron hechos prisioneros al mismo tiempo y sin duda estuvieron en la mazmorra los últimos meses del año 306.
En este lapso, Fileas dirigió una carta a los fieles de su diócesis exhortándolos a seguir firme en la fe a Cristo aún después de su inminente muerte. Posteriormente, los dos mártires fueron interrogados por Culciano, prefecto de Egipto y al mantenerse firmes a su adhesión a Jesús, fueron condenados a ser decapitados. Murieron el 18 de mayo del año 307.